jueves, 11 de junio de 2009

Realidad e Imaginación.

Cada uno de nosotros sigue viviendo más o menos contento y descansa en su mundo ficticio y en su mapa conocido mientras no siente interrumpir de pronto, por cualquier rotura de diques o cualquier pavorosa iluminación, la realidad, lo inconmesurable, lo terriblemente bello, lo terriblemente espantoso, que le abraza sin remedio y le atrapa mortalmente. Este estado, esta iluminación o este despertar, este vivir en la realidad desnuda nunca dura mucho tiempo, lleva la muerte en sí; cuando a alguien le ha sobrecogido, cayendo en su torbellino alucinante, dura exactamente el tiempo que un hombre puede aguantar, y luego acaba o bien en la muerte o bien en la huida precipitada a lo irreal, a lo tolerable, lo ordenado, lo dominable. En esta zona de los conceptos, los sistemas, los dogmas, las alegorías, vivimos las nueve décimas partes de nuestra vida. Así vive el modesto ser humano contento, tranquilo y metódico, aunque a veces echando pestes, en su casita o su piso, arriba el techo, abajo el suelo y entre medio y a distancia un saber del pasado, de su origen, sus antepasados que eran y vivían casi como él. y por encima, además, un orden, un Estado, una Ley, un Derecho, un Ejército..
Hasta que de improviso todo esto desaparece y se desmorona en un santiamén, convirtiéndose el techo y el suelo en rayos y truenos, el orden y el derecho en fracaso y caos, la paz y el bienestar en angustiosa amenaza de muerte, hasta que todo el mundo de ficción, tan inmemorial, tan venerable y seguro queda reducido a llamas y escombros y sólo existe ya lo inconmensurable, la realidad. Podemos llamarlo Dios, lo monstruoso e incomprensible, lo tremendo, lo que se impone perentoriamente por su realidad, pero con los nombres no gana nada en intelección, en claridad y tolerabilidad. El conocimiento de la realidad, siempre momentáneo, puede alcanzarse en medio de una granizada de bombas durante la guerra, es decir, por armas que, según las declaraciones de más de un ministro, con su terribilidad nos obligarán un día a transformarlas en rejas de arado; para el individuo basta con frecuencia una enfermedad, a veces una caída momentánea de su temple vital, el despertar de una pesadilla, una noche de insomnio, para enfrentarle con lo inexorable y hacerle ver como problemático, por un instante, todo orden, todo bienestar, toda seguridad, toda fe, todo saber.

Hermann.