Apenas cinco minutos faltaban para que por primera y última vez en el año diera comienzo el solsticio de invierno. Custardoy pisaba con el pie derecho la puerta del bar “Penélope”, que yacía a unos pocos metros de la estación, dispuesto a ahogarse en un mar de sueños, ilusiones y ambiciones que nunca podría alcanzar. Llevaba un saco largo color gris topo –hacía juego con sus ojos- que llegaba hasta sus rodillas, caminaba con paso ligero y la mirada perdida entre las sombras de aquel bar. Disimulaba su falta de pelo con un gorro que solía ser negro, pero que con el correr del tiempo se supo poner al tono de sus ropajes.
Ya era invierno cuando, tomando un sorbo de whisky en la barra, una figura radiante y llena de curvas ingresó al bar. Él no la vio hasta que la chica, con mirada asustada, preguntó al encargado si podía usar el teléfono –Custardoy se sorprendió por la confianza con que ella le preguntó-. Ya le parecía haberla visto antes, pero no estaba muy seguro ya que el alcohol le provocaba una falsa miopía. El hombre accedió con amabilidad, por lo que la chica rápidamente se escabulló en el fondo de la barra. Custardoy, mientras tanto, observaba la escena sin dejar de contemplar la belleza de la mujer. Sin embargo, sabía que esta exposición de arte espontánea duraría lo mismo que lo que quedaba de whisky en su vaso de vidrio, por lo que agachó la cabeza con la misma desilusión de siempre.
La llamada duró unos pocos segundos, y dejando el teléfono, la chica volvió a la barra. Agradeció al cantinero, un hombre con bastantes (por no decir muchas) primaveras encima que se evidenciaba en el color nieve de su pelo, y desapareció entre la penumbra del andén número 4. El hombre canoso y Custardoy miraron hacia allí unos segundos más, como esperando su regreso.
–Que linda mujer – exclamó el cantinero –. Su voz mientras habla al teléfono es dulce y preciosa. Ojala vuelva a pedirme el teléfono alguna otra vez.
–Lamento no haberla escuchado – contestó Custardoy desganado. Siguió con su whisky, que inesperadamente todavía seguía allí; la distracción por esa chica no había dejado que se lo terminara. Con un trago largo, el líquido marrón desapareció por completo. Se puso su traje y se fue, sin advertir que había olvidado sus documentos allí.
Fue una semana larga. Recuerdos espontáneos acechaban a su mente en momentos inesperados. Su cabeza le estaba jugando una mala pasada. “¿A quién habrá dirigido su llamada?”, se preguntaba. Por fin, llego el viernes y se dirigió nuevamente hacia el bar. Notó que el hombre canoso, con su pelo ésta vez más blanco que la semana pasada, estaba nervioso: tenía su mirada clavada en la entrada, como esperando la llegada de una persona. Cuando ingresó, sintió que el nerviosismo se transformó en odio y furia, con los ojos clavados en Custardoy.
–Yo pensé que eras un hombre de confiar – dijo el cantinero. – Lamentablemente me equivoqué.
Custardoy, atónito, pidió explicaciones al hombre, que supo responderle: –La chica volvió a aparecer antes de que usted llegara. Esta vez no preguntó por el teléfono; preguntó por usted.
No podía ser cierto. Aquel hombre canoso tenía que estar equivocado, fuera de quicio. Inventar una historia. Hacerle una broma de mal gusto. – Me contó con su honestidad a flor de piel que el mismo día que vino al bar, ella volvió a su casa desesperada por volverlo a ver. Cuando llegó a su estudio, miró por la ventana y allí estaba usted, ingresando a la casa de la esquina. Me preguntó su nombre y yo se lo dije, Custardoy.
La chica quedó impactada por la mirada del hombre de saco gris. Durante bastantes días miraba por la ventana antes de acostarse, desde su estudio, hacia la esquina, abajo; pero Custardoy no volvió a aparecer por allí; pensaba volver al bar al siguiente viernes en busca de él.
– ¿Cómo sabe usted mi nombre? – se sorprendió.
–Usted ha dejado sus documentos tirados en la barra desde el otro fin de semana. – El hombre canoso prosiguió con el relato. –Voy a contarle la verdadera historia. La chica y yo estamos casados hace tres años. Sin embargo, los viernes eran los únicos días que nos veíamos, aquí, en el bar. Ella utilizaba el teléfono para llamar a su padre que vive en España, para saber cómo estaba de su salud, y contarle las novedades. Luego, me saludaba con un beso frío y volvía a irse hacia su casa. Pero el último fin de semana fue distinto: usted cambió nuestras vidas para siempre. Me confesó que ya no quería estar conmigo, porque otro hombre había logrado lo que yo nunca pude: enamorarla.
Todo coincidía, menos los pensamientos en la cabeza de Custardoy. ¿Cómo pudo enamorarla si nunca la había mirado a los ojos?
Sin embargo, toda pregunta quedó sin responder cuando la chica ingresó por la puerta del bar. En frente del cantinero, encajó un beso violento en los labios de Custardoy. El hombre detrás de la barra veía la escena con tranquilidad, con entendimiento. Sabía que era lo mejor para los dos, ahora para los tres.
Custardoy y Eurídice estaban por emprender su partida cuando a lo lejos se escuchó un ruido. Un ruido desconocido, ya que nadie solía llamar al bar. Cuando sonó el teléfono, el hombre canoso le preguntó a la chica, con cierta deferencia, si por alguna razón prefería que no contestara. Ella asintió y se dirigió hacia el fondo de la barra dispuesta a atender. Luego de avisarle a su padre que nunca más llame a ese teléfono, sin saludar al cantinero, tomó de la mano a Custardoy y caminaron hasta el andén, para esperar el tren que los llevaría hasta el estudio de Eurídice.
Nadie lo esperaba, salvo el hombre canoso detrás de la barra, ese cantinero despechado. Aquellas dos almas enamoradas que nunca cruzaron una palabra, sólo un beso, deberían seguir su romance eternamente en el cielo. Un empujón displicente bastó para que el tren de medianoche los lleve al más allá.
El cantinero, sonriente, dio media vuelta y caminó hasta la barra, sabiendo que había hecho lo correcto.