miércoles, 7 de septiembre de 2011

Es tiempo de partir.




Hace bien Martín Caparrós en describir al tiempo como una “majestad de mármol”. Es que esta característica tan suya de poner un límite a cada cosa de la que forma parte también –desafortunadamente- está presente en los viajes. Desde el planteo o planificación de uno de ellos estamos condicionados por el reloj: comenzando por el tiempo que falta para emprenderlo, hasta el momento menos esperado del viaje, o mejor dicho, el regreso.
¿Cómo lograr que el tiempo no se escurra en nuestras manos? Lo tenemos atrapado entre ellas con la mayor fuerza posible, pero aún así se escapa como diminutos granitos de arena. La única solución es aprovecharlo, entonces emprendemos nuestro viaje. Coincido nuevamente con Caparrós al decir que en este instante se rompe “la continuidad inconmovible”, es decir, eso que supo ser mármol ahora se ha transformado en goma, y dependiendo de la circunstancia, se podrá estirar o acortar.
Mencionar que los viajes de ida y de vuelta son completamente distintos sería obvio. El comienzo de un viaje lleva consigo una carga de ansiedad y de expectativa muy grande provocada por el tiempo, que “estirándose” provoca los mencionados efectos en la persona. No obstante, en la narración de un viaje tan significativo para la literatura como “La Odisea” se le da una clara importancia a la partida y a la preparación del camino por recorrer.
Como menciona Italo Calvino en Por qué leer los clásicos, “en las primeras etapas del viaje contada por Ulises, la de los lotófagos, implica el riesgo de perder la memoria por haber comido el dulce fruto del loto”. Uno podría suponer que la pérdida de la memoria sería más catastrófica si fuese al final del viaje. Sin embargo, se pone en evidencia que el camino por recorrer, los objetivos trazados al partir, la Odisea, es una parte esencial que debe estar presente en la persona durante el regreso.
Ahora bien, una vez que hemos arribado a destino, ablandamos nuestras manos ya que nos focalizamos en mirar, sentir, disfrutar. De esta manera, la arena comienza a deslizarse mucho más rápidamente que antes. Aparecen los límites, al principio lejanos, pero que con el correr de los días se acercan a pasos agigantados. Aparece la obligación de aprovechar todos los momentos. Y esta obligación, mezcla de angustia y desesperación, propone olvidar todo lo que hemos planeado disfrutar en nuestro viaje. Desaprovechar y desaprovecharnos.
No obstante, aquí debe surgir nuestro instinto de viajero. “No somos turistas, somos viajeros”, citando a Paul Bowles. En vez de encasillarnos en los productos que se nos ofrecen, podemos dar otro paso y mirar más allá, recordar el esfuerzo que hemos hecho para estar allí, olvidar la medida del tiempo; soy un viajero, y nada me importa más en este momento que estar allí, el viaje y yo, cara a cara.

lunes, 1 de agosto de 2011

Cruzando barreras.

      La luz tenue no estaba lo suficientemente cerca para alumbrar mis ojos, es que era eso lo que pretendía. Me apoyé sobre el colchón pero todavía no era momento de que llegaras hasta mí. Mientras, llegaban flotando las nuevas melodías que Grace susurraba entre seis cuerdas de nylon.
      Recuerdos fugaces -a los que pedí deseos, como a las estrellas- comenzaron a entremezclarse y ahí fue cuando no fue y no se sabe más nada, apenas esos nueve minutos que alcancé a soñar lo que no soñé, porque la voz de Grace ya no era la de ella, sino la tuya -y eso que nunca te escuché cantar-, y también esa voz tomaba forma en tus labios y los sentía muy cerca de mi oído, con tan sólo girar la cabeza los hubiese besado pero una vuelta inesperada -tan rápida como abrir los ojos- me hizo volver a entender que nunca cantaste, que nunca tus labios estuvieron tan cerca y que nunca lo habías querido así. De lo contrario, como en los sueños, te hubieras aparecido sin preguntar entre alguna melodía romántica, ignorando a tu conciencia, cruzando cualquier barrera para esta vez no sólo llegar a mi mente, sino al corazón.

lunes, 25 de julio de 2011

They only care when you die.


RIP Amy. Pasó con vos, pasó con muchos antes, y va a seguir pasando. No sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Un zoom de 1,28 segundos luz

De repente pensé que esa pequeña arveja, bonita y azul, era la Tierra. Levanté mi dedo pulgar, cerré un ojo y el pulgar borró el planeta Tierra. No me sentí como un gigante. Me sentí muy, muy pequeño – declaró Neil Armstrong, el primer hombre en pisar la Luna. Este comentario que encontramos al final del libro Zoom, de Istvan Banyai,  da cuenta de la percepción de un hombre que estando a 384.400 kilómetros de distancia, descubre cómo su hogar, su planeta, su lugar en el inmenso universo, es reducido al tamaño del pulgar. Todos sus seres queridos, las personas con las que ha cruzado aunque sea una mirada en la calle, las que lo felicitarán por la heroica acción de pisar por primera vez otro planeta que no sea la Tierra, caben en su dedo; mas no todos estos pensamientos caben en su cabeza. Por eso se sorprende, como un niño que busca en el reflejo de la Luna alguna nave espacial con forma ovalada. En ese instante es al revés: se desespera por identificar su continente; luego su país, aunque no lo logra. Sólo ve una pelota perfectamente redonda y azul con manchas blancas: son los colores del mar y las nubes.
Neil ha pisado la Luna y recibe la llamada del presidente de los Estados Unidos. Dirige su mirada hacia la pelota azul, y al escuchar su voz rompe las barreras del espacio y el tiempo: en un segundo, recorre en su mente la imagen del presidente en el teléfono, el centro de control de la NASA, sus colegas, su familia, su casa. Desde la Tierra, todos lo ven a través de la transmisión en vivo y en directo para el mundo entero, y él cree verlos uno por uno en su mente. Le responde al presidente con emoción y orgullo, mientras sus palabras cruzan el espacio.
Neil y sus compañeros están listos para el regreso. Por última vez se detiene a ver el Universo que lo rodea dondequiera que mire. Se siente pequeño, indefenso. Ingresa a su refugio provisorio de la inmensidad espacial y duerme cuatro horas. Sabe que al despertar, Apolo 11 se pondrá en marcha y estará cada vez más cerca de la Tierra, de las nubes, del océano, de su continente, de su país, del estado de Florida. Estará cada vez más cerca del presidente, de sus colegas, de su familia, del resto de la gente. Como una cámara de video que se acerca digitalmente lo más próximo posible al objetivo a retratar, sus ojos han realizado un Zoom de 384.400 kilómetros de distancia. 


Link al libro de Istvan Banyai, "Zoom": http://bit.ly/g3VnMe

lunes, 25 de abril de 2011

Tren de medianoche

Apenas cinco minutos faltaban para que por primera y última vez en el año diera comienzo el solsticio de invierno. Custardoy pisaba con el pie derecho la puerta del bar “Penélope”, que yacía a unos pocos metros de la estación, dispuesto a ahogarse en un mar de sueños, ilusiones y ambiciones que nunca podría alcanzar. Llevaba un saco largo color gris topo –hacía juego con sus ojos- que llegaba hasta sus rodillas, caminaba con paso ligero y la mirada perdida entre las sombras de aquel bar. Disimulaba su falta de pelo con un gorro que solía ser negro, pero que con el correr del tiempo se supo poner al tono de sus ropajes.
Ya era invierno cuando, tomando un sorbo de whisky en la barra, una figura radiante y llena de curvas ingresó al bar. Él no la vio hasta que la chica, con mirada asustada, preguntó al encargado si podía usar el teléfono –Custardoy se sorprendió por la confianza con que ella le preguntó-. Ya le parecía haberla visto antes, pero no estaba muy seguro ya que el alcohol le provocaba una falsa miopía. El hombre accedió con amabilidad, por lo que la chica rápidamente se escabulló en el fondo de la barra. Custardoy, mientras tanto, observaba la escena sin dejar de contemplar la belleza de la mujer. Sin embargo, sabía que esta exposición de arte espontánea duraría lo mismo que lo que quedaba de whisky en su vaso de vidrio, por lo que agachó la cabeza con la misma desilusión de siempre.
La llamada duró unos pocos segundos, y dejando el teléfono, la chica volvió a la barra. Agradeció al cantinero, un hombre con bastantes (por no decir muchas) primaveras encima que se evidenciaba en el color nieve de su pelo, y desapareció entre la penumbra del andén número 4. El hombre canoso y Custardoy miraron hacia allí unos segundos más, como esperando su regreso.
–Que linda mujer – exclamó el cantinero –. Su voz mientras habla al teléfono es dulce y preciosa. Ojala vuelva a pedirme el teléfono alguna otra vez.
–Lamento no haberla escuchado – contestó Custardoy desganado. Siguió con su whisky, que inesperadamente todavía seguía allí; la distracción por esa chica no había dejado que se lo terminara. Con un trago largo, el líquido marrón desapareció por completo. Se puso su traje y se fue, sin advertir que había olvidado sus documentos allí.
Fue una semana larga. Recuerdos espontáneos acechaban a su mente en momentos inesperados. Su cabeza le estaba jugando una mala pasada. “¿A quién habrá dirigido su llamada?”, se preguntaba. Por fin, llego el viernes y se dirigió nuevamente hacia el bar. Notó que el hombre canoso, con su pelo ésta vez más blanco que la semana pasada, estaba nervioso: tenía su mirada clavada en la entrada, como esperando la llegada de una persona. Cuando ingresó, sintió que el nerviosismo se transformó en odio y furia, con los ojos clavados en Custardoy.
–Yo pensé que eras un hombre de confiar – dijo el cantinero. – Lamentablemente me equivoqué.
Custardoy, atónito, pidió explicaciones al hombre, que supo responderle: –La chica volvió a aparecer antes de que usted llegara. Esta vez no preguntó por el teléfono; preguntó por usted.
No podía ser cierto. Aquel hombre canoso tenía que estar equivocado, fuera de quicio. Inventar una historia. Hacerle una broma de mal gusto. – Me contó con su honestidad a flor de piel que el mismo día que vino al bar, ella volvió a su casa desesperada por volverlo a ver. Cuando llegó a su estudio, miró por la ventana y allí estaba usted, ingresando a la casa de la esquina. Me preguntó su nombre y yo se lo dije, Custardoy.
La chica quedó impactada por la mirada del hombre de saco gris. Durante bastantes días miraba por la ventana antes de acostarse, desde su estudio, hacia la esquina, abajo; pero Custardoy no volvió a aparecer por allí; pensaba volver al bar al siguiente viernes en busca de él.
– ¿Cómo sabe usted mi nombre? – se sorprendió.
–Usted ha dejado sus documentos tirados en la barra desde el otro fin de semana. – El hombre canoso prosiguió con el relato. –Voy a contarle la verdadera historia. La chica y yo estamos casados hace tres años. Sin embargo, los viernes eran los únicos días que nos veíamos, aquí, en el bar. Ella utilizaba el teléfono para llamar a su padre que vive en España, para saber cómo estaba de su salud, y contarle las novedades. Luego, me saludaba con un beso frío y volvía a irse hacia su casa. Pero el último fin de semana fue distinto: usted cambió nuestras vidas para siempre. Me confesó que ya no quería estar conmigo, porque otro hombre había logrado lo que yo nunca pude: enamorarla.
Todo coincidía, menos los pensamientos en la cabeza de Custardoy. ¿Cómo pudo enamorarla si nunca la había mirado a los ojos?
Sin embargo, toda pregunta quedó sin responder cuando la chica ingresó por la puerta del bar. En frente del cantinero, encajó un beso violento en los labios de Custardoy. El hombre detrás de la barra veía la escena con tranquilidad, con entendimiento. Sabía que era lo mejor para los dos, ahora para los tres.
Custardoy y Eurídice estaban por emprender su partida cuando a lo lejos se escuchó un ruido. Un ruido desconocido, ya que nadie solía llamar al bar. Cuando sonó el teléfono, el hombre canoso le preguntó a la chica, con cierta deferencia, si por alguna razón prefería que no contestara. Ella asintió y se dirigió hacia el fondo de la barra dispuesta a atender. Luego de avisarle a su padre que nunca más llame a ese teléfono, sin saludar al cantinero, tomó de la mano a Custardoy y caminaron hasta el andén, para esperar el tren que los llevaría hasta el estudio de Eurídice.
Nadie lo esperaba, salvo el hombre canoso detrás de la barra, ese cantinero despechado. Aquellas dos almas enamoradas que nunca cruzaron una palabra, sólo un beso, deberían seguir su romance eternamente en el cielo. Un empujón displicente bastó para que el tren de medianoche los lleve al más allá. El cantinero, sonriente, dio media vuelta y caminó hasta la barra, sabiendo que había hecho lo correcto.